Si se le pregunta a Siri, el sistema de reconocimiento de voz de Apple, por su procedencia, la respuesta surge sin complejos: «Fui diseñado por Apple California». Sin embargo, ante la cuestión «¿dónde fuiste manufacturado?», Siri responde con un escueto «no estoy autorizado a responder». Pruébelo si dispone de un iPhone 4S.
Si se le pregunta a Siri, el sistema de reconocimiento de voz de Apple, por su procedencia, la respuesta surge sin complejos: «Fui diseñado por Apple California». Sin embargo, ante la cuestión «¿dónde fuiste manufacturado?», Siri responde con un escueto «no estoy autorizado a responder». Pruébelo si dispone de un iPhone 4S…
Que la práctica totalidad de la tecnología que consumimos procede de fábricas asiáticas en las que se trabaja a destajo no es una novedad. Cualquiera sabe que, para alcanzar los precios actuales sin reducir el margen de beneficio, la única solución es pagar menos por un rendimiento mayor. Sin embargo, el hermetismo de gobiernos como el de China impide conocer con exactitud en qué condiciones laborales se fabrican productos tan populares como el iPhone, el iPad o el gadget ‘cool’ de turno.
Los periodistas Mike Daisey y Nicholas Kristof, de The New York Times, han pasado unas semanas investigando alrededor de estas fábricas para finalmente conseguir uno de los pocos reportajes en los que se ponen cifras, caras y lugares a una verdad más que incómoda para Occidente.
Ambos se desplazaron a la ciudad de Shenzen, en la provincia de Guandong, al sur de China, para observar ‘in situ’ las fábricas que emplea Apple para sus productos. Se hicieron pasar por potenciales compradores para acceder a zonas absolutamente restringidas para cualquier persona. Lo que descubrieron, si bien entraba dentro de lo imaginable, les dejó impávidos: mastodónticas naves industriales llenas de menores, algunos de ellos por debajo de los 13 años, que se turnan en jornadas de 16 horas.
A ellos les corresponde la labor más peligrosa: pulir las pantallas de los terminales. Sin derecho a un café, a mirar el Facebook o a salir a fumar un cigarrillo. Solo en la fábrica local de Shenzen se da empleo a 430.000 personas (430.004 si se cuenta a los guardias armados que vigilan las puertas). «La mayoría de ellos no solo no tiene iPhone, sino que nunca ha visto uno de cerca. Es imposible ganando 70 céntimos de dólar a la hora. Una vez saqué el mío y la mayoría creyó que se trataba de algo mágico… ¡y eso que los teléfonos salen terminados de la fábrica!», explica Daisey.
Daisey y Kristof consideran que en torno al 10% de los trabajadores que conocieron durante su estancia en China estaba por debajo de la edad mínima para trabajar. «Hay inspecciones de trabajo, claro, pero en Foxconn siempre saben cuando esto van a suceder. Y en ese momento esconden a los trabajadores con más aspecto juvenil y los reemplazan con los demás», afirma Kristof.
Sindicatos y neurotoxinas
En China está prohibido cualquier sindicato no estatal. De este modo, nadie defiende los derechos de los trabajadores, ni siquiera cuando se ven obligados a lidiar con elementos tan peligrosos como el hexano. Empleado para limpiar las piezas, su uso se ha extendido en los últimos años por evaporarse más rápido que cualquier otro limpiador industrial, lo que permite que la cadena de producción funcione con mayor premura. No obstante, el hexano es un potente neurotóxico que provoca fallos en el aparato psicomotor a media plazo. Recientemente 62 ex trabajadores denunciaron a Foxconn tras ser envenenados por el químico, y hoy muchos de ellos luchan por no quedarse paralíticos.
De hecho en estas fábricas todo gira en torno a la cadena de producción. Se obliga a los empleados a trabajar de pie, son vigilados de cerca por un sistema de videovigilancia y, desde luego, se elimina a cualquier componente que retrase el proceso. «Nunca se rota a los trabajadores. Se les hiperespecializa y realizan esa función durante todo el tiempo que su cuerpo aguante. Los que tienen labores más mecánicas, como la inserción de piezas o la limpieza, acaban experimentando una versión salvaje del síndrome del túnel carpiano. La mayoría trabajan con dolores hasta que les es físicamente imposible aguantar, momento en el que son despedidos», lamenta el periodista del The New York Times.
Para perder el mínimo de tiempo en los desplazamientos, los trabajadores suelen dormir en cubículos de cemento de 12 x 12 metros en los que se apilan más de 15 camas. Se trata de que, después de las horas extra, los empleados utilicen sus últimas gotas de energía para caminar unos metros y desplomarse sobre el catre. «Nadie, nunca, paga las horas extra. Entran en el sueldo. De hecho si un trabajador se pone muy terco en cobrarlas es despedido e incluido en una lista negra de alborotadores. Todos conocen a alguien que ha sido inscrito en ella y que no ha vuelto a trabajar en la ciudad», relatan los periodistas.
La tecnología en el primer mundo es cada día más barata al tiempo que las condiciones se tornan más inhumanas en las factorías asiáticas. La situación es tan insoportable que muchos trabajadores ven como única solución el suicidio. Pero para esto Siri sigue sin tener respuesta.