¿Por qué veraneamos en un lugar tan incómodo como la playa?

Objetivamente, la playa es territorio hostil a la vida humana: allí uno es blanco fácil del melanoma, la quemadura, el veneno de la medusa, el mordisco del tiburón, el ahogamiento, la intoxicación con la comida del chiringuito, la exposición a la canción del verano, el corte con la botella rota o el contagio de VIH que, según la leyenda urbana, aguarda en la punta de las jeringuillas que los yonkis, para joder, entierran boca arriba en la arena. Además, la playa tampoco es un lugar especialmente cómodo: el brillo del sol te obliga a entrecerrar los ojos, el viento te arranca el sombrero, el salitre te curte la piel y todo se llena de la arena que, además, se pega a cada pliegue de tu cuerpo con la inestimable ayuda de la crema solar de tacto viscoso. Además, el agua está demasiado fría o sospechosamente caliente.

playaloca

Por último, a un servidor la playa también le produce diversas neuras metafísicas: el agobio ante el límite cósmico que representa el horizonte (y por el que se derrama el océano), la ansiedad ante la eternidad y el constante paso del tiempo (representado por el implacable ritmo de las olas, que seguirán aquí después de nuestra muerte y hasta que el sol, hinchado como una gigante bola roja, engulla al planeta Tierra) o los horrendos monstruos marinos que, cada vez que nos metemos en el agua, acechan en las insondables profundidades bajo nuestros deliciosos pies. Pues bien: cada verano enormes masas de ciudadanos nacionales e internacionales huyen en manada hacia un lugar tan terrible como el descrito. A la playa.

En tiempos pretéritos la especie humana hacía gala de una mayor sensatez. El mar, la playa, eran vistos como lo que son: un lugar peligroso y endemoniado al que solo iban aquellos que no tenían otro remedio, como los marineros o los pescadores. Allí, en la costa, ocurrían las galernas y los naufragios, las catástrofes naturales, moraba el kraken, el leviatán, Caribdis y Escila. Y más allá, lo desconocido, el fin del del mundo, la terra incógnita donde habitaban estos monstruos.

La cosa cambió cuando la aristocracia del s. XVIII, sobre todo inglesa, comenzó a frecuentar la playa por aquello de mejorar su salud (los baños médicos eran recomendados para multitud de afecciones, desde la histeria al reuma, pasando por la gota, la melancolía, el raquitismo o la lepra) y se empezaron a edificar hoteles en las costas para albergar a aquel incipiente turismo sanitario-playero. Con el tiempo, las emergentes clases medias imitaron los gustos de las élites y, gracias a la mejora de los transportes y a una creciente industria del ocio, pasamos de aquellas playas para refinados aristócratas británicos a modelos extremos como el de Benidorm o Magaluf. Hoy el turismo de sol y playa es fundamental para la economía española, así que vayan por delante mis disculpas al sector y esperemos que este artículo no tenga demasiada aceptación y no hunda la economía patria.

Pero lo cierto es que, en lo que se refiere a vacaciones, vivimos en una sociedad playocéntrica. Igual que el heteropatriarcado(tan denunciado hoy en día), la idea de que lo natural es irse a la playa de vacaciones es como un virus que se inocula desde la infancia, en la escuela o la familia, con tanta naturalidad que resulta difícil cuestionarlo. Si pensamos en verano, si pensamos en vacaciones, pensamos irremediablemente en playa. Se ofrece la falsa disyuntiva de «playa o montaña», pero lo cierto es que a la minoría que va a la montaña se la considera formada por personas extrañas por las que hay que sentir pena o una profunda desconfianza.

Igual que el heteropatriarcado (tan denunciado hoy en día), la idea de que lo natural es irse a la playa de vacaciones es un virus que se inocula desde la infancia

A los que la playa no es que nos horrororice, pero no nos gusta demasiado, la sociedad nos ofrece solo el sometimiento. Seguiremos yendo a la playa con nuestros seres queridos, tratando de refugiarnos bajo la sombrilla y no caer en las más hondas ansiedades metafísicas, tratando de no rebozarnos demasiado en la arena, porque ir a la playa es lo bueno, es lo que hay que hacer y lo que se hace, y si no estás a gusto, tendrás que adaptarte, pues eres tú el desviado.

Daría la impresión, en vista de la avidez y naturalidad con la que los seres humanos han adoptado la playa, de que es su hábitat natural, y de que si no existiera la condena bíblica del trabajo, viviríamos siempre sobre la arena, embadurnados de crema y sacando los filetes empanados de su envoltorio de papel albal. Queda dicho. Yo ahora, por supuesto, me voy a la playa.

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